Hace ya mucho tiempo que vivir en este nuevo Ecuador nos desborda. Nos mata por dentro. Nos empuja al miedo, al silencio, a la resignación. Cada día vemos cómo les quitan la vida a quienes más queremos. Pero es importante entender algo: esta violencia que hoy nos desgarra el alma y nos duele hasta las lágrimas no es nueva. No apareció de la nada. Es el resultado de años de abandono. Durante décadas, esta violencia estuvo contenida en los márgenes: en las periferias urbanas, en los territorios racializados, en los cuerpos empobrecidos. Era una violencia “invisible”, porque el país oficial decidió no mirarla. Hoy, simplemente, se ha desbordado.
Ahora que la violencia nos alcanza a todos, ahora que es imposible esconderla bajo el tapete. Lo que antes se ignoraba con comodidad, hoy golpea las puertas de todo el país.
Historias como las de Kevin Calixto Quiroz (27 años), Carlos Daniel Quiroz (19 años), Bryan Rubén Mera Esmeralda (26 años), Steven Alejandro Mera Esmeraldas e Israel Mendoza Carreño (26 años) ya no son excepcionales. Estos jóvenes, todos de Manta, salieron hacia Puerto López el 5 de julio. Nunca volvieron. Diez días después, sus cuerpos fueron hallados sin vida, en las más violentas circunstancias. El dolor de estas familias es inconmensurable, pero no es aislado. Es parte de una serie de hechos que responden a un patrón: la vida en Ecuador ha dejado de tener garantías básicas de protección.
Durante esos días de búsqueda, no hubo respuestas claras por parte del Estado. Sus familiares intentaron hacer la denuncia formal, pero se encontraron con trabas burocráticas que retrasaron todo. Acudieron también a las Fuerzas Armadas, que se limitaron a decir que no podían intervenir sin una denuncia oficial. Como suele suceder, las familias tuvieron que organizarse y buscar por su cuenta. La respuesta institucional fue lenta, torpe, insensible.
La Policía confirmó el hallazgo el 16 de julio, en la comuna El Pital. Según las pruebas forenses, los jóvenes fueron asesinados poco después de su llegada a Puerto López. Este dato no solo es estremecedor, también revela el nivel de control territorial que tienen los grupos criminales. En esa ciudad costera, la disputa entre bandas como Los Choneros, Los Lobos y sus facciones ha convertido las calles en zonas de guerra. Mientras tanto, el Estado guarda silencio.
Es necesario entender que la violencia en Ecuador no es solo delincuencial: es estructural. Es un síntoma de un sistema que colapsó, que no protege, que no responde. Un sistema que, históricamente, ha marginado a los mismos de siempre y que hoy, en su colapso, nos arrastra a todos.
“¿Qué esperamos? ¿Que nos maten a todos? Estas lágrimas no son solo de miedo… bueno, sí… pero también son de impotencia.”
– Daniel Palma, presentador de Televisión Manabita
Entre el 16 y la madrugada del 18 de julio, se registraron 16 muertes violentas en los cantones de Manta y Montecristi. Esta cifra, por sí sola, debería activar todas las alarmas. Pero no lo hace. Porque ya nos hemos habituado a contar muertos sin nombre, a ver cuerpos sin historia. Nos están deshumanizando.
El pueblo sigue poniendo los cuerpos. Nosotros seguimos poniendo el miedo, el duelo, la rabia. Y el Estado sigue sin responder. La indiferencia frente a esta violencia es también una forma de violencia. Es una violencia que se ejerce desde el poder cuando se niega justicia, cuando se normaliza la muerte, cuando se calla frente al dolor colectivo.
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