Amamantar no es tan simple cuando se vive en un país en crisis. Las decisiones sobre la lactancia no se toman en libertad cuando no hay empleo digno, cuando los centros de salud están desbordados, cuando la violencia obstétrica es normalizada o cuando las mujeres no reciben información ni acompañamiento.
Lactar está atravesado por desigualdades. No es lo mismo dar el pecho en una ciudad con acceso a servicios de salud que en una comunidad rural donde el Estado casi no llega. No es lo mismo ser mujer urbana, mestiza y con trabajo formal, que ser madre afrodescendiente, indígena, migrante o empobrecida.
Según datos oficiales, solo el 53,1% de los bebés menores de seis meses reciben lactancia materna exclusiva. Esa cifra —muy por debajo del estándar recomendado por la Organización Mundial de la Salud— refleja una deuda profunda con las infancias y con las mujeres del país.
La lactancia materna no puede seguir dependiendo de las condiciones materiales que rodean a cada mujer. Requiere políticas públicas reales, sostenidas, con enfoque de justicia social e interseccionalidad porque amamantar también es resistir, y toda mujer que decide hacerlo merece hacerlo con dignidad.
Aunque en Ecuador existe una ley que promueve y apoya la lactancia materna, en la práctica su implementación es desigual. No basta con que la norma exista si no se garantiza su cumplimiento. Muchas instituciones, tanto públicas como privadas, siguen sin ofrecer espacios adecuados ni tiempos justos para que las mujeres puedan amamantar o extraerse leche con tranquilidad y respeto. La ley sin acciones reales se queda en el papel.
La lactancia materna debe ser un derecho vivido, no una excepción para quienes tienen más recursos o mejores condiciones. Es urgente construir un país donde amamantar no sea un privilegio, sino parte de una política de cuidado que ponga en el centro la vida, la equidad y la dignidad de todas.
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