ABUSO Y NEGLIGENCIA EN LAS INSTITUCIONES EDUCATIVAS DE ESMERALDAS, LA PROVINCIA CON MAYOR ABANDONO ESTATAL DEL ECUADOR

Por: Grupo de periodistas Injusta-Mente

En Ecuador los casos de abuso y omisión en el ámbito educativo, constituyen una problemática de gran relevancia social y pedagógica, según el Ministerio de Educación en el 2022, se reportaron 607 casos de acoso escolar, siendo la población masculina la más afectada, registrándose 130 suicidios en ese año. Estos abusos vulneran los derechos de los estudiantes mediante prácticas de maltrato físico, psicológico, verbal, incluso a través de la negligencia en la atención de sus necesidades formativas, emocionales y de protección. Comprometiendo no solo el proceso de enseñanza-aprendizaje, sino también el desarrollo integral, la salud mental y la permanencia escolar. La existencia de estas dinámicas evidencia la necesidad de fortalecer la normativa nacional, políticas institucionales, los mecanismos de prevención y los protocolos de actuación, con el fin de garantizar un entorno seguro, inclusivo y respetuoso de la dignidad de cada estudiante.

Pese a que el país cuenta con un marco legal robusto —la Constitución de la República, el Código de la Niñez y Adolescencia, el COIP y la Ley Orgánica de Educación Intercultural (LOEI)—, la realidad muestra una brecha entre la normativa y su aplicación. La falta de seguimiento y la inacción institucional generan una doble vulneración: las víctimas sufren directamente las consecuencias, mientras que el sistema no garantiza la protección adecuada.

A esto se suman factores que agravan el panorama: docentes con poca capacitación en prevención, temor de los estudiantes a represalias y mecanismos de denuncia que resultan poco efectivos. Todo ello revela un desafío crítico: construir entornos escolares seguros, inclusivos y respetuosos, donde cada estudiante pueda ejercer plenamente su derecho a la educación y al desarrollo personal.

Y es que los datos no mienten, y son tan claros como alarmantes. Según una investigación de UNICEF (2017), seis de cada diez estudiantes ecuatorianos entre 11 y 18 años han sido víctimas de algún tipo de violencia en la escuela. El panorama es duro: un 38% asegura haber recibido insultos o apodos, 28% fue víctima de rumores o revelación de secretos, 27% sufrió el robo de sus pertenencias, 11% recibió golpes y un 10% padeció ciberacoso.

La violencia se esconde en casi todos los rincones de los colegios. Citando los datos de la misma investigación de UNICEF: Los patios de recreo encabezan la lista con un 33,3% de casos, seguidos por los baños con un 26,7%. Pero no se trata solo de esos espacios: las aulas, que deberían ser lugares seguros, registran un 20% de casos; las áreas aisladas, un 6,7%, y hasta piscinas y dormitorios reportan incidentes con un 3,3%.

El problema se agrava en zonas donde el Estado tarda en llegar, o llega a medias. En la Amazonía y la Costa de nuestro país, regiones con una gran población racializada, los índices son aún más altos: 64% y 61%, respectivamente, frente al 56% de la Sierra. Una realidad que, lejos de ser casual, refleja desigualdad estructural.

Paúl Guerrero, vocero de UNICEF, resaltó que en 2017 la importancia de que padres y docentes aprendan a detectar señales de alerta y sepan cómo actuar siguiendo protocolos. No se trata solo de prevenir peleas escolares: es una cuestión de vida o muerte. Basta recordar que en 2012 se reportaron 178 suicidios de estudiantes en el país.

El Ministerio de Educación intentó responder en 2015 con la creación de los Departamentos de Consejería Estudiantil (DECE), cuyo propósito es brindar acompañamiento psicosocial y fomentar la convivencia armónica. Sin embargo, los resultados muestran que la tarea está lejos de cumplirse. En 2022, la cifra de suicidios en comunidades estudiantiles volvió a estremecer: 130 casos.

Lo más preocupante es lo que no se cuenta. Muchos abusos permanecen en silencio, ocultos por miedo o vergüenza. Mientras tanto, frases como “son solo niños”, “ya se les pasará” o “él es así” circulan en las conversaciones cotidianas, normalizando el acoso como si fuera inevitable. Pero el bullying no se olvida: deja cicatrices invisibles que pesan toda la vida.

En Esmeraldas, la situación es aún más crítica. Esta provincia, marcada por el abandono estatal y las promesas incumplidas, es escenario de negligencias educativas y corrupción en los procesos que deberían garantizar justicia. Docentes, funcionarios y políticos, según denuncian ciudadanos, se amparan en favores y protecciones que diluyen la gravedad de los casos, y cuando las familias buscan apoyo en organizaciones sociales, lo que encuentran en muchos casos son palabras vacías que no se traducen en soluciones.

La violencia escolar no es un simple problema de “peleas entre muchachos”. Es una realidad que refleja desigualdad, corrupción e indiferencia. Una herida que se abre cada día en las aulas y que solo podrá cicatrizar si la sociedad deja de mirar hacia otro lado.

LA CRÓNICA DEVASTADORA DE LA NEGLIGENCIA EDUCATIVA

En Esmeraldas se han oído varios casos de abusos, ya sea de índole psicológico, físico o verbal, el caso más reciente de bullying sacudió a la población, este es el caso CRISTINA CERVANTES.

El 29 de Julio del presente año, en Esmeraldas, donde se han odio varios casos de Bullying, en las instalaciones de la Unidad Educativa Particular La Inmaculada, alrededor de las 12:45 pm, finalizando la jornada escolar, la señora Cristina Cervantes y su hijo, un menor de 8 años de edad, fueron agredidos verbal y físicamente por el Señor Renán Reina, su esposa e hijos. Esta madre venía pidiendo por dos años, que se le diera el seguimiento y apoyo correspondiente a su hijo, quien era víctima de bullying por parte de un compañero de su salón, hijo del señor Reina. Pero ni el DECE, ni la rectora, tuvieron la intención de actuar. Pese a que existe un manual de Protocolos y rutas de actuación frente a situaciones de violencia detectadas o cometidas dentro de instituciones educativas, la existencia del art.134, incisos b, c, de la LOEI y el Reglamento General a la LOEI en sus art.330 y 331, que indican las faltas leves, graves y muy graves y sus sanciones. Estos recursos no fueron aplicados, o por lo menos no de manera eficaz, durante los dos años corridos que el pequeño vino soportando los abusos, estos no solo de carácter físico, sino también verbal y psicológico.  Aduce la afectada, que la inacción por parte de las autoridades se debe a que la secretaria de la institución es tía del niño agresor, pues este no es el único caso de agresión en el que el menor ha participado.

En una institución que promulga el catolicismo, la justicia, el amor y rectitud, Cristina fue golpeada y lanzada al suelo, junto con su hijo, en la cancha del colegio, solo por exigir en el grupo de padres de familia, que los representantes del otro menor, hablaran con su niño para que este frenará los abusos.

Dentro de esta institución son varios los casos que hemos encontrado, cabe mencionar que Las Hermanas de La Providencia e Inmaculada Concepción, manejan dos jornadas, matutina y vespertina, y en ambas se han reportado incidentes, como el caso de un muchacho que llamaremos Ronald, un joven que al cursar noveno grado, en el año 2015, fue víctima de discriminación por su orientación sexual, esto por parte de la autoridad de La Providencia en ese tiempo y por varios maestros, a Ronald no solo lo acosaron y hostigaron, la rectora llamó a su madre y exageró cada situación y conducta que vio en él, llevándolo a TERAPIA DE CONVERSIÓN, pasó dos años en una batalla interna y externa, dos años en los que manifestó cuadros de depresión y ansiedad. 

Gracias a su familia pudo ponerle fin a su tormento, pero todavía recuerda con tristeza y amargura aquello que vivió, en especial cuando se encuentra por la calle a los involucrados. 

Ronal dice: “Fui un sobreviviente, porque no todos tienen la capacidad de afrontar estas realidades”

Pero, qué pasa cuando la discriminación nace de los rumores, 

•Laura: Cuando el rumor se convierte en condena

En el caso de Laura, ella cursaba el tercero de bachillerato, cuando dijeron que era lesbiana y desde ese día, en el colegio La Inmaculada fue tratada como la leprosa del colegio, los mismos estudiantes, maestros e inspectora, no se acercaban a ella, pese a todo ser falso, ella nos cuenta cómo dejó de ser exonerada en los exámenes, cómo la mayoría de sus compañeros evitó hacer trabajos con ella y cómo la misma persona que difundió el rumor quiso evitar su graduación a toda costa. Y, a diferencia de lo que creemos, el acoso escolar no siempre queda en las aulas, a Laura esto la persiguió hasta la universidad, su acosadora pudo unirse con más personas, llegó a contratar a dos chicos que mediante redes buscaron hacerse amigos de Laura, con el único fin de seducirla y lograr grabar contenido explicito para así seguir dañando su imagen. Ella nos comenta que pudo frenar esto, pero el acoso no cesó, por el contario, le escribían y enviaban fotos de su ubicación, con qué ropa estaba, con quién salía, todo esto la llevó a tener miedo a salir, siendo parte de sus terapias psicológicas, asomarse a la ventana y cruzar la calle sin temor. 

Estos casos pudieron ser evitados, si las instituciones, autoridades, docentes e incluso padres de familia, hubiesen hecho prevalecer los derechos de estos menores, no solo él no ser discriminados por su orientación sexual, sino el de brindar educación en un entorno seguro. 

Madres como Cristina nos demuestran que los casos de abuso no son pequeñeces, que vale la pena acuerparse, acompañar a nuestros hijos en su lucha, esa lucha que también es nuestra.

•Enrique Alcívar: la dignidad negada

El problema no se limita a estudiantes, varios maestros, que por miedo a represalias no han querido exponer sus nombres, nos comentaron cómo han recibido gritos y humillaciones, cómo se ven prácticamente obligados a mantener silencio ante lo que sucede entre las paredes del colegio y cómo es que el caso de Enrique Alcívar, los motivó a hablar.

Enrique Alcívar, laboró en las  instituciones de la Congregación de Las Hermanas de la Providencia e Inmaculada Concepción de Esmeraldas, por más de 15 años, pero en su lecho de muerte, en el 2023, estaba más preocupado por enviar el certificado médico a la rectora, que por poder descansar en paz, sus compañeros recuerdan su entrega al trabajo, también las veces que la rectora le gritaba en las reuniones, cómo pese a estar enfermo no había consideración alguna con él, pero de manera especial cómo a su muerte no se le dedicó un minuto de silencio, y que netamente por la presión mediática se le brindó una capilla ardiente, donde solo se permitió asistir a los docentes y estudiantes que tuviesen horas libres. 

17 años de servicio, sobrecarga horaria, gritos y desconsideraciones por parte de la autoridad del colegio, una capilla ardiente arrancada a la fuerza, así fue despedido el maestro. 

RURALIDAD OLVIDADA

•Aníbal: el silencio del abuso

Y mientras algunos casos se hacen públicos, otros permanecen en la sombra. En una institución educativa de la zona rural de Atacames, a quien llamaremos Aníbal, recuerda el miedo que lo acompañaba cada día en el aula. Denunció que un docente le pidió favores sexuales a cambio de un puesto entre los abanderados. Cuando se atrevió a hablar, la respuesta fue decepcionante: el profesor no fue sancionado, solo reubicado en otra escuela, bajo el argumento de que “faltaban pruebas”.

El caso de Aníbal no es una excepción. En las zonas rurales de Esmeraldas, el sistema educativo arrastra serias falencias: falta de supervisión real, docentes sin acompañamiento psicosocial, escasa capacitación en prevención de violencia y protocolos que, en la práctica, no se aplican. Muchas instituciones rurales funcionan con infraestructura deteriorada, sin departamentos de consejería estudiantil (DECE) activos, y con rectores que, ante la falta de recursos, priorizan la continuidad del calendario escolar sobre la seguridad de los alumnos.

La situación se agrava por la lejanía geográfica y el abandono estatal. Mientras en las ciudades existen medios de comunicación, organizaciones sociales y mayor vigilancia, en los sectores rurales las denuncias quedan atrapadas en el silencio. Las familias temen represalias o no saben a quién acudir, y los niños y adolescentes terminan conviviendo con sus agresores en un mismo espacio que debería ser seguro: la escuela.

Esmeraldas, además, concentra una de las tasas más altas de deserción escolar del país, alimentada por la pobreza, la inseguridad y la falta de inversión pública. Según informes del propio Ministerio de Educación, las zonas rurales presentan un déficit crónico de infraestructura básica —aulas improvisadas, falta de agua potable y servicios higiénicos— que refuerzan la sensación de desamparo. En este contexto, la vulnerabilidad de los estudiantes frente a abusos aumenta drásticamente.

Aníbal lo sabe bien. Aunque cambió de plantel, el recuerdo de los meses en los que compartió techo con su acosador aún lo persigue. “El miedo era diario”, dice Anibal. Y mientras tanto, el docente señalado continuó ejerciendo en otra institución, protegido por un sistema que promete “cero tolerancias al abuso”, pero que en la práctica termina trasladando el problema de una escuela a otra.

Los testimonios de Cristina, Ronald, Laura, Enrique y Aníbal no son hechos aislados: son la prueba de un sistema educativo que en Esmeraldas fracasa una y otra vez en proteger a quienes debería cuidar. Aquí, donde el Estado suele llegar tarde o nunca, la violencia escolar, el acoso y la discriminación encuentran terreno fértil para crecer sin freno.

Los protocolos existen, las leyes también, pero en la práctica quedan archivados, mientras niños son golpeados en canchas escolares, adolescentes son condenados por rumores, docentes mueren sin reconocimiento y estudiantes rurales cargan con abusos que se silencian con un simple traslado de expediente. La corrupción, los favores políticos y la indiferencia de las autoridades actúan como un manto que cubre y normaliza el dolor.

La educación en Esmeraldas está marcada por la injusticia. Lo que debería ser un espacio de seguridad y crecimiento se convierte en un campo minado, donde las víctimas aprenden pronto que pedir ayuda puede costarles aún más sufrimiento, y, mientras tanto, las instituciones religiosas, estatales y sociales, en lugar de ser escudo, terminan siendo cómplices por omisión.

Esmeraldas no necesita más discursos ni promesas vacías. Necesita justicia. Y necesita que quienes han callado —funcionarios, directivos, autoridades— reconozcan que cada silencio y cada encubrimiento es también una forma de violencia.