El racismo antinegro es una de las estructuras más persistentes, profundas y normalizadas en América Latina. A pesar de la retórica multicultural, los países de la región, incluido Ecuador, siguen organizando sus sistemas de seguridad, justicia, desarrollo económico y políticas territoriales sobre lógicas históricas que deshumanizan a las poblaciones afrodescendientes. El racismo antinegro es un legado directo de la violencia colonial, pero también es un proyecto político contemporáneo que regula quiénes viven, quiénes mueren, quiénes merecen ser escuchados y quiénes deben ser vigilados, controlados o expulsados simbólicamente del espacio público.

Una de las manifestaciones más visibles —y a la vez más naturalizadas— de esta estructura es el perfilamiento racial, una práctica por la cual las instituciones seleccionan, sospechan, detienen, vigilan o castigan a personas basándose en estereotipos raciales y no en comportamientos. No es un accidente ni una desviación: es una expresión directa del racismo institucional y de la criminalización histórica de la negritud.

Este artículo reflexiona sobre cómo opera el racismo antinegro, por qué el perfilamiento racial es una política sistémica y cuáles deberían ser los pilares de una agenda antirracista estatal que, hasta ahora, permanece sistemáticamente incumplida. A la vez, propone preguntas urgentes para los Estados, las organizaciones sociales y los movimientos afrofeministas que luchan por transformar la vida en sociedades que todavía consideran los cuerpos negros como sospechosos por naturaleza.

Racismo antinegro: más que prejuicio, una tecnología de control

El racismo antinegro no es un conjunto de opiniones hostiles o actitudes discriminatorias individuales. Es una tecnología de poder. Nació para justificar la esclavización y continuidad de la servidumbre, pero se reconfiguró con el tiempo como un mecanismo estructural presente en instituciones, políticas públicas, discursos mediáticos y lógicas económicas.

En este sentido, la investigación realizada por el Boston Consulting Group y CivicAction sobre la realidad del racismo antinegro en Canadá ayuda a entender cómo estas estructuras continúan moldeando la vida cotidiana de las personas negras. Por ejemplo, los estudiantes negros tienen cuatro veces más probabilidades de ser expulsados de una escuela secundaria de Toronto que los estudiantes blancos. En el ámbito laboral, los trabajadores negros reportan discriminación en decisiones importantes con una frecuencia que duplica la de los trabajadores asiáticos y cuadruplica la de los blancos. Incluso cuando acceden a la educación superior, la desigualdad persiste: los graduados universitarios negros ganan solo 80 centavos por cada dólar que ganan los graduados blancos con las mismas credenciales.

Asimismo, estas desigualdades también se reflejan en el acceso a la salud. En Ontario, las mujeres negras tienen tres veces menos probabilidades de contar con un médico de familia que las mujeres no racializadas. Y en el terreno de la violencia institucional, la situación es aún más grave: en Toronto, los residentes negros tienen 20 veces más probabilidades que un residente blanco de morir por disparos policiales.

Si ampliamos la mirada, es fácil ver cómo estas dinámicas dialogan con lo que ocurre aquí, en Ecuador. Aquí, los territorios negros también están atravesados por la crueldad del racismo antinegro, aunque muchas personas aún no quieren reconocerlo. Esta comparación permite comprender que no se trata de casos aislados, sino de patrones estructurales que se repiten en distintos contextos.

Aunque las estadísticas permiten dimensionar la magnitud del problema, el estudio del racismo antinegro —su especificidad y el modo en que complejiza la existencia de las vidas negras— sigue siendo limitado. Apenas estamos empezando a nombrarlo y construirlo. Por eso, seguir observando las realidades concretas, escuchar las experiencias y atender las heridas de nuestra gente es fundamental para que esta verdad, que tanto ha costado admitir, finalmente sea entendida.

La deshumanización como fundamento político

Desde el período colonial, la negritud fue asociada con la servidumbre, la fuerza física y la peligrosidad. Esa deshumanización permitió construir Estados que se desarrollaron sobre la explotación de territorios habitados por comunidades afrodescendientes, y sobre la extracción de valor de cuerpos convertidos en fuerza de trabajo.

El problema no es solo histórico: las mismas lógicas siguen vivas. Hoy se manifiestan en las narrativas que infantilizan a las poblaciones afrodescendientes, que las reducen a problemas de seguridad, deportes o entretenimiento, o que las invisibilizan en los espacios de ciencia, política, educación superior y toma de decisiones.

En este marco, la deshumanización ha seguido funcionando como una tecnología política que naturaliza la violencia dirigida hacia cuerpos negros. Esto se profundiza en el contexto del fracaso de la llamada lucha contra las drogas en varios países de la región, donde la figura del “enemigo” se construye precisamente sobre corporalidades negras y empobrecidas.

En el caso de Ecuador, esta lógica se volvió evidente durante la teatralidad repentina de la violencia que marcó el inicio de 2024. Cuando hombres armados ingresaron al canal nacional TC Televisión —todos cuerpos leídos socialmente como negros y marginales— se configuró el escenario perfecto para que Daniel Noboa declarara un conflicto armado interno. Con ello se legitimó la militarización de las calles bajo el discurso de la seguridad y la protección ciudadana.

Sin embargo, esta respuesta estatal profundizó un proceso histórico: los cuerpos negros, ya deshumanizados desde hace siglos, dejaron de ser percibidos como sujetos de derechos y pasaron a ser tratados como blancos legítimos de aniquilación militar. Así, Esmeraldas se convirtió en el primer territorio donde comenzaron a aparecer cuerpos calcinados y desaparecidos de jóvenes negros. Y esta violencia alcanzó un punto aún más doloroso el 8 de diciembre, cuando 17 militares en Guayaquil desaparecieron a Josué Ismael, Saúl y Steven; días más tarde, los cuerpos de estos jóvenes mostraron una crueldad extrema que evidencia cómo la deshumanización sigue moldeando el valor que la sociedad asigna a la vida negra.

Además, este patrón no es exclusivo de Ecuador. La masacre ocurrida en Río de Janeiro durante la denominada Operación Contención —el 28 de octubre en el complejo de favelas Alemão y Penha— lo demuestra con claridad. Las favelas son territorios históricamente habitados por poblaciones mayoritariamente negras y empobrecidas, y allí la deshumanización opera como justificación permanente para intervenciones policiales letales. Esta operación, la más mortífera en la historia del estado, dejó al menos 121 personas muertas, incluidos cuatro policías, y generó múltiples denuncias de ejecuciones extrajudiciales por parte de las policías civil y militar.

La racialización de la pobreza

El empobrecimiento de comunidades afrodescendientes no es casual: es producido. Barrios desatendidos, territorios afectados por extractivismos, escaso acceso a educación superior, desigualdades en salud y falta de servicios básicos son expresiones concretas de una geografía racializada del abandono. Allí donde los Estados reducen su presencia, aumentan la violencia, la falta de oportunidades y los ciclos de criminalización.

La evidencia histórica —incluida la de años recientes, como 2024 y 2025— confirma que este empobrecimiento no solo persiste, sino que se profundiza. Según las encuestas de empleo (ENEMDU), la población afroecuatoriana está sobrerrepresentada en la pobreza, que alcanzó cerca del 46% en 2024, y enfrenta mayores tasas de subempleo y desempleo. Este empobrecimiento estructural se vuelve aún más severo en contextos de crisis, limitando de forma desproporcionada la capacidad de recuperación económica y social de estas comunidades.

 En Ecuador, Esmeraldas y otros territorios afrodescendientes ilustran esta geopolítica del abandono: zonas históricamente marginadas que luego son señaladas por las mismas instituciones como focos de riesgo, reforzando estigmas que justifican un mayor control policial.

Criminalización persistente

La criminalización antinegra se expresa en la vigilancia desproporcionada de jóvenes negros, la asociación automática entre negritud y delito, y la naturalización de la presencia policial y militar en territorios afrodescendientes. En lugar de políticas socioeconómicas, los Estados responden con operativos, retenes y violencia institucional, profundizando desigualdades.

Esta lógica se evidencia de manera contundente en el sistema penitenciario ecuatoriano: según el censo carcelario del INE 2022, las personas afrodescendientes representan el 21% de la población privada de libertad (20,16% hombres y 1,1% mujeres), a pesar de constituir solo el 4.8% de la población nacional —814.468 personas según el Censo 2022—. Esta brecha demuestra que no se trata de un fenómeno casual, sino de un patrón sistemático de criminalización que sitúa a la población negra en el centro de las políticas de control y castigo.

A ello se suma que, desde 2010, la proporción de población afrodescendiente ha disminuido en tres puntos porcentuales, un indicio de cómo los procesos de exclusión y deshumanización afectan la visibilidad, presencia y continuidad de estas comunidades. Así, las cifras muestran que la criminalización antinegra no es un accidente del sistema penal, sino un reflejo de estructuras históricas que transforman la negritud en sinónimo de sospecha, riesgo y castigo.

Perfilamiento racial: el corazón del racismo institucional contemporáneo

El perfilamiento racial es una de las prácticas más claras y documentadas del racismo institucional. Consiste en detener, vigilar, interrogar, registrar o sospechar de una persona basándose en su raza, etnia o fenotipo, sin evidencia objetiva que justifique la intervención.

No es un error: es una política

A menudo se habla del perfilamiento racial como un “exceso” policial o un “malentendido”. Pero el análisis estructural demuestra lo contrario: se trata de una política informal pero constante que reproduce la idea de que las personas negras son intrínsecamente sospechosas. Es decir, el perfilamiento no corrige el racismo: lo reproduce.

Principales formas de perfilamiento racial en la región

  1. Controles en vía pública:
    Jóvenes afrodescendientes son detenidos para revisión de documentos, requisas, interrogatorios o registros sin motivo aparente. Estas prácticas no solo son humillantes sino que generan miedo, trauma y aislamiento social.
  2. Operativos militarizados en territorios racializados:
    Barrios negros reciben más patrullajes, más retenes y más intervenciones agresivas. Las instituciones justifican esta estrategia con el argumento de “zonas peligrosas”, ignorando que esos territorios fueron empobrecidos por la misma política pública que luego interviene con violencia.
  3. Sobrerrepresentación en detenciones y cárceles:
    En casi todos los países de la región, las comunidades afrodescendientes están sobrerrepresentadas en cárceles y centros de detención juvenil. Pero no porque cometan más delitos, sino porque se les vigila más, se les detiene más y se les condena más.
  4. Tecnologías de vigilancia y sesgo algorítmico:
    El uso creciente de reconocimiento facial y análisis predictivo amplifica el racismo estructural. Los sistemas identifican erróneamente y con mayor frecuencia a personas negras, especialmente mujeres y jóvenes, generando nuevos mecanismos de persecución y error policial.
  5. Criminalización mediática:
    Los medios reproducen estereotipos que asocian violencia, delincuencia o caos con la negritud. Esto alimenta un círculo vicioso: la opinión pública exige mano dura, y esa “mano dura” se aplica sobre las mismas comunidades racializadas.

Impactos del perfilamiento racial

El perfilamiento tiene efectos profundos en la vida de las personas afrodescendientes, incluso cuando no termina en detención:

  • Erosiona la ciudadanía: las personas no pueden circular libremente ni sentirse protegidas por las instituciones.
  • Produce miedo e hipervigilancia personal: caminar, manejar o simplemente existir en el espacio público se convierte en un acto de riesgo.
  • Genera impactos psicológicos prolongados: humillación, ansiedad y traumas acumulados.
  • Alimenta la desconfianza institucional: si la policía te acosa, no confías en que la justicia te proteja.
  • Aumenta la vulnerabilidad de mujeres negras: quienes además de perfilamiento, enfrentan violencia sexual, insultos racistas y estereotipos hipersexualizados durante las intervenciones policiales.

Racismo antinegro y patriarcado: una violencia doble para mujeres negras

El racismo antinegro se entrelaza con el patriarcado, generando formas específicas de violencia contra mujeres negras y cuerpos feminizados. En las prácticas de perfilamiento se observa:

  • sexualización del cuerpo negro femenino,
  • agresiones verbales con contenido racista y misógino,
  • registros corporales invasivos,
  • criminalización de madres de jóvenes negros, a quienes se responsabiliza por las condiciones estructurales producidas por el Estado.

Las mujeres negras viven el racismo no solo como amenaza policial, sino como sobrecarga emocional, comunitaria y organizativa. Son ellas quienes sostienen la vida en territorios precarizados, quienes acompañan procesos de duelo y quienes enfrentan, en soledad institucional, la violencia de Estado.

La deuda histórica de los Estados: entre la retórica multicultural y la ausencia de transformación

Muchos Estados latinoamericanos han incluido en sus constituciones y leyes referencias a la diversidad cultural, los derechos colectivos y la lucha contra la discriminación. Sin embargo, esta retórica coexiste con prácticas sistemáticas de exclusión y violencia.

4.1. Políticas simbólicas sin presupuesto

Los Estados declaran años de la afrodescendencia, crean días conmemorativos, comisiones consultivas o planes de acción que luego no se implementan por falta de presupuesto, personal o poder político. El multiculturalismo se convierte en un discurso vacío que no toca las raíces de la desigualdad.

4.2. Instituciones debilitadas o sin autonomía real

Las oficinas encargadas de temas afrodescendientes suelen carecer de presupuesto, de capacidad de incidencia o de estabilidad institucional. Sin herramientas reales, estas entidades no pueden cuestionar a las instituciones que producen la discriminación.

4.3. Políticas económicas que profundizan desigualdades

Mientras se habla de derechos, los Estados impulsan políticas extractivas en territorios afrodescendientes que generan desplazamientos, daños ambientales, violencia armada y empobrecimiento. De nuevo, la retórica de reconocimiento convive con la práctica del despojo.

4.4. Ausencia de sistemas de alerta temprana y protección

Lideresas, defensoras y defensores afrodescendientes que denuncian violencia o racismo institucional carecen de mecanismos reales de protección. La impunidad es la norma.

¿Qué es una verdadera agenda antirracista de Estado?

Una agenda antirracista real debe transformar estructuras, no producir discursos. Sus pilares fundamentales son cinco:

1. Reconocimiento estructural del racismo

El Estado debe reconocer explícitamente que el racismo antinegro es un problema estructural que atraviesa seguridad, justicia, educación, salud y economía. Este reconocimiento debe traducirse en políticas con indicadores, diagnósticos y mecanismos de evaluación pública.

2. Reparación histórica, económica y territorial

No puede haber justicia sin reparación. Esto implica:

  • Inversión prioritaria en territorios afrodescendientes.
  • Programas de empleo, educación y salud con enfoque racial.
  • Restauración ambiental de zonas afectadas por extractivismos.
  • Acceso efectivo a tierras y vivienda digna.

3. Redistribución del poder y acceso a la institucionalidad

La participación política de mujeres negras, jóvenes y organizaciones afrodescendientes debe ser vinculante, no simbólica. Se necesitan cuotas en instituciones de justicia, seguridad, política pública y educación superior.

4. Protección frente a violencias raciales

Los Estados deben crear:

  • Protocolos claros contra perfilamiento racial.
  • Sistemas independientes de denuncia y monitoreo.
  • Mecanismos de protección urgente para lideresas y defensores.
  • Capacitación obligatoria en racismo estructural para policías, jueces, fiscales y docentes.

5. Transformación cultural y educativa

La educación debe reconocer la historia afrodescendiente, desmontar los imaginarios racistas y enseñar una perspectiva crítica del colonialismo y la esclavitud. No como anécdota, sino como fundamento de la sociedad actual.

Hacia una ética cimarrona de resistencia y construcción colectiva

Si bien la responsabilidad principal es del Estado, las comunidades afrodescendientes han construido a lo largo de siglos estrategias de resistencia, cuidado y defensa colectiva. El cimarronaje contemporáneo se manifiesta en:

  • procesos de sanación comunitaria,
  • redes de mujeres negras que acompañan a víctimas de violencia institucional,
  • acciones legales y de incidencia internacional,
  • arte y comunicación como herramientas para disputar el sentido común,
  • alianzas binacionales en territorios afectados por conflicto armado y extractivismo.

Estas formas de resistencia demuestran que el racismo no ha sido capaz de destruir la capacidad organizativa, cultural y espiritual de las comunidades negras. Sin embargo, no es justo ni sostenible que sean ellas quienes carguen solas la responsabilidad de enfrentar un sistema diseñado para oprimirlas.

Romper el pacto racial del Estado

El racismo antinegro es una herida que sigue abierta. El perfilamiento racial, los operativos militarizados, la criminalización mediática y la ausencia de políticas reparadoras evidencian que los Estados mantienen un pacto racial que legitima la precarización de la vida negra.

Romper ese pacto requiere voluntad política, recursos, redistribución del poder y transformación estructural. Pero también requiere asumir que la vida negra importa no solo en el discurso, sino en la práctica, en el presupuesto y en la institucionalidad.

Una verdadera democracia no puede existir mientras el Estado siga mirando los cuerpos negros como amenaza, mientras las madres tengan miedo de que sus hijos no regresen a casa, mientras los territorios afrodescendientes sigan siendo zonas de sacrificio, y mientras las mujeres negras continúen sosteniendo a comunidades enteras desde la precariedad y el dolor.

El desafío es enorme. Pero también lo es la fuerza, la creatividad y la memoria de resistencia de los pueblos afrodescendientes. No se puede hablar de futuro sin justicia racial. No se puede hablar de país sin la dignidad de sus pueblos negros. Y no se puede hablar de democracia mientras existan cuerpos a los que se les arrebata el derecho a vivir plenamente.

El antirracismo no es una opción: es una obligación política, ética y humana. Y es hora de que los Estados cumplan con ella.

Juana Francis Bone