Hay un lugar donde el tiempo se detiene y la palabra vuelve a ser sagrada. Ese lugar es la azotea de la abuela. Allí donde el cielo queda cerquita, donde la brisa trae voces antiguas y donde las mujeres han aprendido, generación tras generación, a cerrar ciclos sin pedir permiso.

Este ritual no necesita lujos ni silencios impuestos. Necesita verdad, cuerpo y memoria. Es un acto íntimo y colectivo a la vez, pensado para mujeres que han sostenido la vida incluso cuando todo parecía romperse.

Preparar el espacio: volver al centro

Al caer la noche, la azotea se limpia con intención. No se barre solo el polvo, se aparta el cansancio. Se enciende una vela blanca —o amarilla— como símbolo de la vida que persistió. Si hay plantas, agua o una silla vieja, todo sirve: la espiritualidad habita lo cotidiano.

La abuela decía que nada empieza sin agradecer. Por eso, antes de hablar, se respira profundo tres veces. Se nombra en voz baja el propio nombre, para volver a casa.

El fuego de la palabra

Cada mujer toma un papel. En él escribe lo que dolió, lo que pesó, lo que se quedó atravesado en el cuerpo este año: miedos, pérdidas, silencios, violencias, cansancios heredados. No se decora el dolor, se le dice por su nombre.

Luego, una a una, se quema el papel en el fuego de la vela. Mientras arde, se pronuncia:
“Esto no me define. Esto no me pertenece más.”

El fuego no borra la historia, la transforma.

El cuenco de la gratitud

En otro papel se escribe lo que sostuvo la vida: una risa, una compañera, una decisión valiente, un día más. Ese papel no se quema. Se guarda en un cuenco, una caja o un pañuelo, como semilla para el nuevo ciclo.

La gratitud, decía la abuela, es también una forma de rebeldía.

El cierre: bendecir el camino

Con las manos sobre el pecho o tomadas entre sí, se hace una afirmación final, dicha en voz alta o susurrada:
“Cierro este año honrando mi historia. Camino hacia lo nuevo sin soltar quién soy.”

No hay aplausos. Hay silencio. Y en ese silencio, el cuerpo entiende que sobrevivir también es sagrado.

Porque cerrar el año también es un acto político

Para las mujeres —y especialmente para las mujeres negras, racializadas y del sur— cerrar el año no es solo un ritual espiritual: es un gesto de dignidad. Es decirle al mundo que seguimos aquí, que merecemos descanso, que la vida digna es un derecho y no una promesa lejana.

En la azotea de la abuela, entre estrellas y memorias, aprendemos que ningún año nos vence cuando lo cerramos juntas.

Que este ritual llegue a muchas azoteas.
Que ninguna mujer termine su año sin honrar su fuerza.

Amandla Medio