No es contra las drogas, es contra lxs cuerpxs que les estorban

El 28 de octubre de 2025, Río de Janeiro amaneció sitiado por una operación policial que dejó por lo menos 134 muertos, la cifra más alta de la represión estatal en la historia moderna de Brasil. El gobierno la llamó “éxito”. Las comunidades negras la llamaron lo que es: una masacre.

Al amanecer de ese fatídico martes 28 de octubre de 2025, el sonido de los helicópteros rompió el cielo de Río de Janeiro. Desde las primeras horas, las favelas de Complexo da Penha y Complexo do Alemão fueron rodeadas por vehículos blindados, drones y más de dos mil policías. El gobernador Claudio Castro había anunciado la mayor operación contra el narcotráfico del año. Su meta: cumplir 69 órdenes de arresto y desarticular al Comando Vermelho, la organización criminal más antigua del país.

Pero lo que siguió no fue una operación policial. Fue una intervención militar en territorios empobrecidos, una guerra unilateral disfrazada de política de seguridad.

En menos de 48 horas, alrededor de 134 personas estaban muertas, 81 detenidas y 100 fusiles incautados. El gobernador lo llamó un “éxito”. La prensa oficial habló de “pacificación”. Pero los testigos hablan de ejecuciones, de cuerpos sin vida apilados, de niños aterrorizados escondiéndose bajo las camas mientras las balas perforaban las paredes de madera.

Los vecinos del Complejo da Penha encontraron al menos 50 cuerpos en el bosque de la Sierra de la Misericordia. Los alinearon en la Plaza San Lucas, en una imagen imposible de olvidar: una fila de muertos que no eran delincuentes, sino vidas arrancadas por el Estado, vidas negras, vidas que el poder público había decidido que no merecían duelo ni justicia. Una macabra postal del poder necropolítico brasileño, donde el gobierno ejerce su autoridad no protegiendo, sino eliminando.

Y con profundo dolor, es necesario mencionar que no es la primera vez que pasa.  La extrema crueldad y el descarado racismo con el que operan las fuerzas del “orden” en Brasil son hoy tomada como única respuesta a la tan anhelada “seguridad”. Según el Foro Brasileño de Seguridad Pública, entre 2014 y 2024 la policía brasileña mató a 60.324 personas, y solo en 2024, 6.243. De todas esas muertes, el 82 % fueron personas negras. No hay error estadístico posible: el color de la piel sigue marcando la línea entre quién vive y quién muere.

El Instituto Fogo Cruzado registró que solo en septiembre de 2025, de las 146 personas baleadas en Río, 53 % fueron alcanzadas durante acciones policiales. Cuarenta y cuatro murieron, treinta y cuatro quedaron heridas. Las cifras hablan solas: no es una guerra contra las drogas, sino una política de exterminio.

Ni la militarización ni las megacárceles han servido para combatir el narcotráfico, porque el narcotráfico nunca fue el enemigo: es una narrativa funcional al poder y un negocio que sostiene al sistema.

En toda América Latina se repite el patrón: Ecuador militariza sus calles y levanta cárceles de máxima seguridad mientras la violencia se multiplica; Colombia lleva décadas erradicando cultivos y la producción de coca alcanza récords históricos; El Salvador encierra a miles sin debido proceso y exhibe el castigo como trofeo, mientras la desigualdad y el miedo crecen. Nada de eso ha detenido el tráfico ni reducido la violencia.Porque no se trata de drogas, sino de controlar territorios, disciplinar cuerpos y administrar el miedo.

La masacre de Río no fue un exceso: fue el modelo reproducido.Una guerra unilateral que no busca acabar con el crimen, sino reafirmar quiénes merecen vivir y quiénes deben morir.

Samira Folleco