Desde Ibarra hasta San Lorenzo, las mujeres negras han sostenido sus propias economías en medio de un sistema que las precariza. Son trabajadoras, comerciantes, artesanas, curanderas, gestoras de comunidades. Sus historias no son solo testimonios individuales, sino parte de una estructura que ha invisibilizado su aporte y les ha puesto más barreras en el acceso a derechos laborales y económicos.
Nací y crecí en tierras que reflejan la historia y la resistencia de las cuerpas negras que las habitan. Soy originaria de Ibarra, como mi padre, una ciudad situada al norte de la región interandina del Ecuador. A lo largo de mi vida, encontré mi hogar en San Lorenzo, un cantón al norte de la provincia de Esmeraldas, donde tres generaciones de mi familia materna han echado raíces.
Mis ojos han sido testigos de cómo, frente a la desidia de un Ecuador con un ambiente laboral precarizado y racista, las mujeres negras han cargado el peso del mundo sobre sus hombros, buscando crear y sostener sus propias economías. Quiero contar las historias de mis mayoras, esas mujeres que, a través de su caminar y su memoria, han sabido resistir ante un sistema patriarcal, machista y violento que nos ha quitado tanto.
Recordar a mis abuelas, tías y mi madre esforzándose y trabajando arduamente es fácil, porque lo hacían constantemente. Cuando eres pequeña, no lo cuestiones; lo normalizas. Lo ves como algo que simplemente hay que hacer. Sin embargo, al crecer, te encuentras de cara con la realidad de que las mujeres que tanto amas deben luchar el doble, incluso el triple, que los demás para que la dignidad en sus vidas se haga presente. No son las únicas; no fueron las primeras, y por cómo van las cosas, no serán las últimas. En este país, asumir y resolver las problemáticas estructurales que afectan a las personas negras parece imposible; por eso nos hicieron desaparecer. Para Ecuador, no existimos.
La población afroecuatoriana, en el último censo realizado en 2022, representa tan solo el 4,8%. ¿Raro, no? En 2010 representábamos el 7,2%, según datos oficiales. Y, al final, ¿para qué nos sirve ser contabilizados? La respuesta es obvia: es urgente que seamos tomados en cuenta en las políticas públicas que se suponen deben dignificar nuestras existencias. Pero, ¿cómo va a ocurrir eso si no saben cuántos somos en realidad? Si ni siquiera saben cuántos somos en total, ¿creen que van a saber cuántas mujeres afrodescendientes hay en Ecuador? Claramente no.
Así que hoy, para explicar mi punto, tomo datos ajenos, externos, que no me pertenecen, porque no confio en los de mi país. El Perfil de País según la Igualdad de Género de Mujeres Afroecuatorianas, realizado por ONU Mujeres en 2022, expresa que la población afrodescendiente constituye el 7,8% de la población nacional. De este total, el 50,2% son mujeres y el 30,6% de ellas viven por debajo del umbral de pobreza monetaria, un nivel por encima del promedio nacional.
En un país que nos niega la existencia y los derechos, hay mujeres negras que, desde la cotidianidad de su hacer, desafían el silencio impuesto por un Ecuador que prefiere ignorarnos. En este escenario, emprendí un recorrido por las tierras que me vieron nacer y que me han acogido, siguiendo las huellas de cuatro mujeres cuyas historias merecen ser contadas.
Estela Ferigra, dulcecita como jugo de caña

Entre el bullicio de la ciudad, en la esquina del Parque Ejido de Ibarra, se encuentran los puestos de caña, un rincón tradicional que ha sido testigo de innumerables historias. En uno de esos puestos está Estela Ferigra, una mujer de mirada cálida y tímida, quien ha dedicado 19 años de su vida a este oficio. Aunque no quiso revelar su sonrisa para las fotos, su mirada hablaba por ella.

Su vínculo con la venta de caña comenzó en 2006, cuando tomó las riendas del negocio tras la enfermedad y posterior fallecimiento de su hermana. Cuando le pregunto por qué decidió dedicarse a esto, su respuesta es clara y reveladora: «Es un poco complicado para la gente de color, sobre todo para las mujeres. Es más difícil». Sus palabras, envueltas en una dulzura que recordaba al jugo de caña, iban acompañadas de pequeñas risas que apenas se escuchaban tras la mascarilla. Estaba nerviosa, pero aun así compartía su historia con la sinceridad de quien ha aprendido a enfrentar el día a día con fortaleza.
Este trabajo ha sido su medio de subsistencia, la forma de sostener su hogar. “Me ha servido para el sustento de mi casa. Gracias a Dios tengo clientela, gente que me viene a comprar”, comenta con gratitud, mientras se asegura de que su puesto siga funcionando sin interrupciones. El precio de una bolsita con aproximadamente diez trozos de caña es de 0.25 centavos, o también está la opción de llevarse cinco por un dólar. Además, ofrece jugo de caña en varias presentaciones: de 25 centavos, 50 centavos y un dólar, siempre bien helado y, si el cliente lo desea, con un toque especial de limón.

Sin embargo, la estabilidad nunca está garantizada. Aunque tiene clientela fiel, hay días buenos y otros en los que apenas vende. «Depende de si nos compran o no», dice con resignación. La economía frágil en la que se sostiene la obliga a un esfuerzo constante, donde cada jornada es una prueba de resistencia y cada venta, una pequeña victoria en medio de la incertidumbre.
A pesar de no haber tenido hijos, Estela asumió una gran responsabilidad tras la muerte de su hermana: se hizo cargo de su sobrino, quien, en ese momento, se encontraba en la parte de atrás del puesto, ayudándola a pelar las cañas. Con años de trabajo y sacrificio, logró apoyarlo en sus estudios. Justo una semana después de nuestra conversación, él se graduaría como Ingeniero Industrial. «Gracias a este trabajo, pude darle un futuro mejor», dice Estela.

El caso de Estela es un ejemplo de cómo las mujeres negras desafían las brechas laborales que persisten en la región. El informe Rompiendo Moldes de Oxfam, basado en encuestas y entrevistas a jóvenes en América Latina, revela que el 90% de ellos sigue vinculando a las mujeres con los trabajos domésticos, reduciendo su rol en la economía a un espacio de cuidado y servicio, sin considerar otras formas de trabajo que ellas han creado para sostenerse.
Estela y tantas otras mujeres han construido, y siguen construyendo, realidades que desafían esas percepciones. No buscan reconocimiento ni figurar en las estadísticas; simplemente siguen adelante, con manos firmes y voluntades inquebrantables, porque en un mundo que no piensa en las mujeres negras, no les queda otra opción.
Doña Chelita, la sonrisa más bella de toda la estación

En el centro de la ciudad, frente al emblemático Obelisco de Ibarra, se encuentra una estación de tren que, aunque en silencio desde hace años, guarda la huella de lo que alguna vez fue un símbolo de unión entre Ibarra, Salinas y San Lorenzo — territorios habitados mayoritariamente por gente negra y afrodescendiente — Su infraestructura, marcada por el paso del tiempo, es un recordatorio de aquella época en la que los trenes no solo conectaban geografías, sino también sueños y esperanzas.
En este mismo espacio, que respira historia, la estación ha cobrado una nueva vida con la presencia de una sala de emprendimientos de mujeres. Aquí, entre colores vibrantes y piezas llenas de significado, encontramos a Doña Chelita, una mujer de raíces firmes y sonrisa luminosa, que con su arte sigue uniendo lo que el olvido estatal quiso separar.

Chela Isabel Galindo, originaria de Salinas, ha convertido su puesto Todo Artes en un rincón de creatividad y resistencia. Pero antes de dedicarse por completo a su arte, trabajó durante 14 años limpiando casas. Sin embargo, un día se cansó. “No quería seguir trabajando para nadie más”, dice con determinación. Fue entonces cuando Todo Artes se convirtió en su refugio y sustento, un espacio donde no solo vende artesanías, sino que también reafirma su independencia. “Yo trabajo para mí, y eso no lo cambio por nada”, asegura con orgullo.

Los precios de sus artesanías varían: pulseras a $3, pañuelos a $5 y piezas de cerámica a $20. Su esfuerzo diario es grande, ya que viaja a Ibarra todos los días para sostener su emprendimiento. “Ha sido difícil, pero lo hago por quienes vienen detrás de mí”, confiesa. Pero vender arte en una economía inestable no es sencillo. La fluctuación del mercado, el poco reconocimiento al trabajo artesanal y la falta de apoyo a los pequeños emprendimientos hacen que cada día sea una apuesta incierta.

Además de ser una artista, Doña Chelita es una lideresa comunitaria. Su compromiso con su comunidad ha sido constante, pero hubo un tiempo en el que casi deja de crear. Durante una temporada sufrió de artritis, una enfermedad que dificultaba su trabajo manual. Sin embargo, sus hijas no la dejaron rendirse. Fueron ellas quienes la ayudaron a continuar, apoyándola en la creación de nuevas piezas y asegurándose de que Todo Artes siguiera adelante.

Al inicio, su rostro reflejaba la seriedad de quien ha enfrentado muchas batallas, pero cuando la conversación avanzó y le pedimos una sonrisa, su expresión se iluminó, revelando la calidez que la caracteriza. Entre risas, nos dejó un mensaje contundente para las mujeres negras:
«Mujeres, sumémonos, trabajemos, participemos en los proyectos sociales, porque esos son los que nos enseñan y nos llevan a conocer nuestras raíces y nuestra verdadera identidad. Jóvenes, continúen lo que les estamos dejando, porque nosotros apenas hemos abierto el camino. Ustedes serán el futuro, el presente y lo que podemos construir de aquí en adelante.»
Este contexto no solo refleja la lucha individual de Doña Chelita, sino que también pone de relieve una realidad más amplia. En el informe «Rompiendo Moldes» de Oxfam, se revela que un 59% de los jóvenes de 20 a 25 años considera que muchas mujeres soportan la violencia debido a su dependencia económica. Esta cifra nos lleva a cuestionar cómo las estructuras económicas y sociales perpetúan la violencia y la desigualdad, especialmente para las mujeres afrodescendientes que enfrentan desafíos adicionales en su búsqueda de autonomía.
Esperanza Cuero, botellitas pa’l cuerpo y el alma

En el corazón del barrio Nuevo Horizonte, en San Lorenzo, justo después de cruzar el puente amarillo, se encuentra una casita celeste que resalta entre las construcciones del lugar. En su patio lleno de plantas medicinales y macetas de barro, encontramos a Esperanza Cuero, una mujer de 67 años cuya vida ha estado marcada por la sabiduría ancestral que heredó de su familia. Su piel morena, surcada por los años, brilla con la calidez del sol de la tarde mientras nos recibe con una sonrisa pausada.

Su voz, serena y llena de experiencia, mide cada palabra con precisión. “Las botellas se preparan con aguardiente. Yo las hago con varias hierbas, como la gallina y el romero, que son plantas con propiedades curativas”, explica mientras acaricia las hojas de un ramo recién cortado. Sus botellas, que vende a 60 dólares cada una, son mucho más que simples remedios caseros.
Además de aliviar dolencias físicas, también se utilizan en rituales de limpieza energética. Los baños amargos se utilizan como una forma de limpieza espiritual para eliminar la «sal», una expresión que hace referencia a la mala suerte o las energías negativas que pueden estar afectando a una persona. Por otro lado, los baños dulces tienen el propósito contrario: atraer bienestar, prosperidad y buenas oportunidades, creando un equilibrio después de la purificación inicial. Estos baños, que pueden costar hasta 100 dólares, forman parte de un conocimiento que ha sido transmitido de generación en generación.

A lo largo de nuestra conversación, Esperanza nos habla de su vida como madre de diez hijos y de lo difícil que ha sido salir adelante sin depender de nadie más. Criar a tantos niños y, al mismo tiempo, generar ingresos ha sido un desafío constante. “Cuando tienes hijos, nadie te da trabajo porque dicen que vas a faltar mucho, que no vas a rendir. Y sí, uno tiene que cuidarles cuando están enfermos, llevarles a la escuela, estar pendiente”, dice con un dejo de resignación. Para muchas mujeres, encontrar un empleo formal es casi imposible, pues los horarios rígidos y la falta de redes de apoyo las dejan fuera del mercado laboral.
A pesar de los desafíos, Esperanza ha construido su vida en torno a su oficio. “Vivo de mis plantas y de lo que hago para curar a los demás”, dice con humildad. Pero su labor va más allá de la sanación física o espiritual. Su trabajo también está ligado a las mujeres y sus procesos personales. Ayuda a aquellas que buscan concebir, a las que han perdido un hijo y a las que no desean tenerlos. Su respeto por la autonomía de cada mujer es absoluto. “Cada una sabe lo que necesita, yo solo acompaño”, comenta con naturalidad. En un mundo donde la maternidad suele estar rodeada de imposiciones, su postura es clara: las decisiones sobre el cuerpo y la vida de cada mujer le pertenecen solo a ella.
Durante la pandemia, su trabajo adquirió un nuevo significado. Las calles de San Lorenzo se quedaron en silencio, pero su hogar se convirtió en un punto de apoyo. Su hija, quien tiene un comedor en Quito, utilizó las botellas amargas de Esperanza para ayudar a las personas enfermas o debilitadas. “Yo preparaba botellas bien fuertes para esas enfermedades que estaban afectando a la gente”, comenta, recordando cómo, desde su pequeño rincón en Esmeraldas, su medicina viajó kilómetros hasta la capital.

Sin embargo, el dinero nunca ha sido suficiente. “Uno no cobra lo que debería, porque la gente también está necesitada”, explica. La economía informal, que sostiene a tantas mujeres como ella, es frágil e inestable. “Un mes puedes vender bien, pero el otro no. Y si te enfermas, no hay quién te pague un día sin trabajar”, dice mientras sacude la cabeza. Su historia refleja la realidad de muchas mujeres que, al estar a cargo del hogar, se ven obligadas a crear sus propias formas de sustento sin ningún tipo de seguridad económica.
A pesar de aquellos tiempos difíciles, Esperanza nunca perdió la energía ni la vitalidad. Mientras conversamos en su sala, su nieto de seis años corretea a su alrededor, riendo con la despreocupación de la infancia. Con una agilidad sorprendente, ella se inclina para atraparlo en un abrazo juguetón, demostrando que, aunque los años han pasado, su espíritu sigue intacto.

El negocio de Esperanza no solo es un medio de vida, sino una muestra de cómo las mujeres han sabido sostenerse a sí mismas y a sus familias desde la ancestralidad. “He trabajado toda mi vida, desde que era muchacha”, dice con orgullo y en su mirada no piensa dejar de hacerlo.
Mi tía Katucha, la tía de todo el barrio La Magdalena

En San Lorenzo, un cantón de la provincia de Esmeraldas, al otro extremo de donde conocimos a Esperanza Cuero, en el barrio La Magdalena, vive Catalina Quiñónez, mejor conocida como tía Katucha. En las comunidades afrodescendientes de la costa ecuatoriana, llamar «tía» a una mujer mayor es una señal de respeto y cariño, una forma de reconocer su sabiduría y el lugar que ocupa en la comunidad.
Con 89 años, tía Katucha sigue siendo una referente en su barrio. Ha curado a generaciones enteras de vecinos que buscan alivio después de haber sido ojeados o espantados, esos males invisibles que pesan sobre el cuerpo y el alma. Con una cinta roja en mano, evalúa la energía de quienes la visitan, diagnosticando si han sido afectados por una mala mirada o un gran susto. «El ojo es cuando te miran con mala intención, y eso enferma. El espanto es peor, porque viene del miedo y se queda en el cuerpo», explica con la certeza de quien ha sanado a cientos de personas.

Su hija Miriam la admira profundamente, pero nunca logró aprender el oficio. «Siempre la vi curar, pero yo nunca pude», dice con algo de nostalgia. Sin embargo, lo que más respeta es la fortaleza con la que su madre sigue adelante. «No muchas mujeres de su edad pueden seguir generando ingresos, ella de su trabajo tiene para sus medicinas y lo que se quiera comprar», reconoce. En un contexto donde muchas mujeres mayores quedan relegadas sin oportunidades, tía Katucha ha logrado sostenerse gracias a su conocimiento y su espíritu resiliente.

Su labor no es solo un acto de sanación, sino también un medio de subsistencia. «Cobro cinco dólares por el ojo y cinco por el espanto», dice con una sonrisa. «Si es otro secretito, también cobro», añade con picardía. En su casa, un cartel con letra clara deja en evidencia su sabiduría no solo como curandera, sino también en los negocios: «Como es tan duro pagar y tan penoso cobrar, he decidido no fiar».
La conversación con tía Katucha es un viaje entre el pasado y el presente, entre la tradición y la lucha diaria por mantenerse en pie. Su legado no solo es haber sanado a tantas personas, sino haber convertido su conocimiento en un camino de resistencia. «Si Dios me da más vida, seguiré curando y ayudando a los que lo necesiten», dice con la misma convicción con la que, cinta en mano, sigue enderezando las energías de quienes llegan a su puerta.
El mundo debe saber que también existe una economía negra, negra como las manos de las mujeres que la sostienen. Estela, Doña Chelita, Esperanza y la Tía Katucha son testimonio vivo de una resistencia cotidiana que desafía los moldes impuestos. En un sistema que históricamente ha subordinado lo femenino, ellas han encontrado formas de reconstruir y resignificar su lugar en la economía, en la comunidad y en la vida misma.
El informe Rompiendo Moldes de Oxfam nos recuerda que la feminidad ha sido encasillada en normas que limitan, regulan y disciplinan los cuerpos y las aspiraciones de las mujeres. Sin embargo, también nos habla de la posibilidad de transformación. Las historias de estas cuatro mujeres son prueba de ello: desafían los imaginarios que las han querido frágiles, dependientes o invisibles y construyen, con sus propias manos, una economía que es tan negra como su esfuerzo y su dignidad.
Porque la economía negra no es solo una cifra en los márgenes del sistema, sino el latido de una historia de lucha y autonomía que se sigue escribiendo cada día.
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