No estamos frente a simples noticias trágicas ni sucesos excepcionales. Lo que vivimos es una violencia sostenida que atraviesa territorios, cuerpos y memorias. La violencia se ha instalado como parte del paisaje cotidiano, mientras las instituciones fallan, callan o llegan tarde. En medio de este colapso, lo más grave no es solo la pérdida de vidas, sino la inexistencia del derecho a vivir sin miedo. Esta es la historia de un país que sangra y parece haber olvidado cómo reclamar justicia.

En este país herido, la muerte dejó de ser un evento extraordinario para convertirse en parte del calendario. Nos acostumbramos a enterarnos de masacres entre reuniones de trabajo, a recibir noticias de asesinatos mientras hacemos fila en el banco o amenazas en nuestro propio hogar. El sistema nos empuja a seguir, como si nada. A producir, a rendir, a sobrevivir… incluso cuando estamos de luto. No hay espacio para el duelo cuando todo está diseñado para la prisa y el olvido. Llorar a nuestros muertos se volvió un privilegio que muchos no pueden permitirse.

De enero a mayo de 2025, ya se han contabilizado 3.939 muertes violentas, según los datos oficiales del Ministerio del Interior. Negar el ascenso de estos números en los meses siguientes ya sería un completo descaro. Algunos —sobre todo el poder desprovisto de toda sensibilidad— ven solo cifras, pero este pueblo, que todos los días trata de suturar la herida de desesperanza que parece jamás cerrarse, observa sueños que nunca jamás podrán cumplirse, futuros inconclusos, una silla vacía en el comedor de nuestra sala. Hoy nos duele todo, y ya nos cansamos de negarlo.

Entonces, cabe preguntarse ¿Cómo se cura una herida que nunca deja de abrirse? Gritemos, aunque nos tiemble la voz. No solo para resistir, sino para pedir ayuda, para decir que no podemos más. No tengamos miedo de mostrarnos rotos, cansados, vulnerables. Porque en ese grito compartido está el sabernos acompañados. No carguemos solos este dolor. Dejemos que el grito nos una, nos despierte, nos abrace. Tal vez ahí, entre tantas heridas abiertas, podamos empezar a sanar.

Este no es un texto de esperanza. Es un texto escrito con el alma en pedazos, con el pecho apretado por el miedo. Es una voz que habla desde el desarraigo, desde el territorio herido, desde el cuerpo que ya no duerme tranquilo. Escrito desde el cansancio, desde la rabia, desde la angustia de no saber si mañana también nos tocará llorar a alguien más.

Esto no es consuelo, ni promesa. Es el intento de no callar, de dejar constancia, de no permitir que la muerte pase sin memoria. Escribir desde la resistencia, sí, pero no desde la fortaleza heroica, sino desde el temblor, desde la necesidad de seguir nombrando lo que duele. Porque lo que no se dice, se pudre. Porque lo que no se llora, se repite. Porque mientras podamos escribirlo, gritarlo o llorarlo, esta herida, al menos, no será indiferente.