En Ecuador, la violencia ha dejado de ser una excepción para convertirse en parte del día a día. Sin embargo, hay cuerpos que cargan con esa violencia de manera desproporcionada. En un contexto patriarcal y profundamente desigual, las mujeres —y en particular aquellas que ejercen el trabajo sexual— enfrentan un tipo de violencia específica, marcada por el control, el castigo y la exclusión.

Durante los últimos años, el país ha sido testigo del avance del crimen organizado, que ya no solo disputa territorios para el narcotráfico, sino también cuerpos y vidas. En esa lógica de violencia generalizada, las trabajadoras sexuales se ven atrapadas entre el abandono del Estado y el poder creciente de grupos delictivos que han hecho de la extorsión, el acoso y las amenazas una práctica cotidiana. Estos cuerpos feminizados, muchas veces despojados de derechos y legitimidad social, se convierten en blancos ideales de un sistema que castiga el género, la pobreza y la autonomía sexual.

Un estudio realizado por la organización CARE en 2023, en siete ciudades del país —Quito, Guayaquil, Manta, Portoviejo, Machala, Cuenca, Lago Agrio y Loja— encuestó a 301 personas que ejercen el trabajo sexual. De ellas, el 65% expresó temor de ser víctimas de extorsión, amenazas o acoso, especialmente por parte de bandas delictivas. Los datos también revelaron que un 71% ha sufrido violencia física, un 48% ha vivido episodios de violencia psicológica y un 34% ha sido víctima de robos o asaltos. Las cifras no solo son alarmantes; son el retrato de un modelo de violencia que se ha instalado con fuerza en la vida cotidiana de estas mujeres.

Estas cifras no hablan únicamente de delitos aislados. Reflejan una estrategia de control sistemático por parte del crimen organizado, que ya no actúa solo en las sombras del narcotráfico, sino que impone su presencia en las calles, en las esquinas, en los cuerpos. Las amenazas, los golpes, los secuestros y el hostigamiento no son hechos excepcionales; son parte de lo que hoy conocemos como “cotidiano”. 

Estos datos son solo una parte reducida de esta compleja realidad. Reflejan lo que se pudo medir, lo que se alcanzó a preguntar, lo que alguien se atrevió a contar. Sin embargo, hay muchas violencias que quedan fuera: las que no se denuncian por miedo, las que no entran en formularios, las que se viven en silencio. Lo que no se contabiliza, lo que no se registra, también existe. Y muchas veces, es aún más brutal. En un país donde ser trabajadora sexual significa vivir al margen de la ley y del interés público, lo que no se sistematiza simplemente se ignora

Cada 2 de junio se conmemora el Día Internacional de la Trabajadora Sexual. Pero esa fecha no debería limitarse a discursos conmemorativos ni a gestos simbólicos. Es, o debería ser, una oportunidad política para exigir transformaciones profundas: el reconocimiento legal del trabajo sexual, la creación de marcos de protección reales, y el compromiso del Estado para enfrentar —no con discursos, sino con acciones— la violencia que ejercen tanto las instituciones como las mafias. Porque mientras esta doble opresión continúe, miles de mujeres seguirán viviendo entre el miedo, la precariedad y el abandono.

Samira Folleco