En menos de dos semanas, el país vuelve a sostener el peso insoportable de dos vidas arrebatadas por la fuerza pública. Primero fue Óscar Cortez, comunero de Minas Viejas en San Lorenzo, asesinado por militares que irrumpieron en su territorio como si se tratara de un campo de guerra. Y ahora es Roberto P., un joven de 19 años en Santa Elena, torturado dentro de una vivienda, golpeado frente a menores de edad, electrocutado con cables arrancados del techo y trasladado agonizante a un hospital donde solo se constató su muerte. No hubo error, no hubo exceso accidental: hubo brutalidad, hubo violencia estatal desatada dentro de una casa donde nadie tenía cómo defenderse. Ese día, la institución llamada a proteger la vida actuó como su verdugo.
No es casual que esto ocurra desde enero de 2024, cuando el presidente Daniel Noboa declaró una guerra que nunca fue contra el crimen organizado: fue una guerra abierta contra la ciudadanía, una licencia explícita para usar las armas del Estado contra la población civil. Desde ese momento, las fuerzas armadas dejaron de ser un cuerpo destinado a la defensa nacional para convertirse en un instrumento de castigo y control. En provincias como Santa Elena, Guayaquil, Esmeraldas, Los Ríos y Manabí, donde la pobreza, la negritud y la marginalidad conviven con la ausencia histórica del Estado, la militarización se ha traducido en una sentencia silenciosa: hay vidas que valen menos. Esta violencia se ha vuelto constante y evidente, y ya no podemos callar frente a ella.
Nadie puede olvidar los nombres de quienes han sido asesinados por la violencia militar. Josué, Ismael, Saúl y Steven, jóvenes afrodescendientes, sufrieron una expresión brutal de lo poco que importan las infancias y juventudes negras para quienes portan armas del Estado: la saña, la crueldad y la impunidad con que fueron asesinados son un recordatorio del desprecio absoluto por la vida. En el mismo contexto, otros como Nevil Mina Quiñónez, Ariel Cheme Franco, Sara Murillo, Efraín Fúerez, José Guamán, Rosita Elena Paqui, y tantos más cuyos casos nunca se han relatado públicamente, se suman a esta larga lista que obliga a mirar de frente la realidad: los militares han entrado a nuestras calles creyéndose dueños del espacio público, dueños de la vida, ejerciendo violencia sistemática como si el pueblo fuera un territorio conquistable. A esto se añade el peso de las desapariciones forzadas, que convierten a familias enteras en víctimas del silencio y el miedo, y muestran que la violencia del Estado no siempre se ve, pero se siente, se recuerda y deja cicatrices profundas en las comunidades.
La pregunta que se repite cada día en esos territorios es brutal y real: ¿quién tiene derecho a vivir? Porque en el Ecuador militarizado, el derecho a la vida parece otorgarse o negarse en función de la piel, del barrio, del acento, de la ropa, del cuerpo, de la edad. La violencia estatal no cae al azar: cae sobre los pobres, sobre los jóvenes, sobre los negros, sobre quienes este país siempre ha tratado como descartables. Cae con furia donde la desigualdad es más profunda. Cae donde las instituciones saben que el grito tardará en convertirse en denuncia y la denuncia tardará aún más en convertirse en justicia.
No es la falta de capacitación. No es la falta de protocolos. No es la confusión operativa. Es decisión. Es estructura. Es política. El Estado eligió militarizar y, al militarizar, eligió normalizar la muerte. Eligió dar a las fuerzas armadas el poder absoluto para irrumpir, golpear, torturar, desaparecer y matar. Eligió instalar el miedo como forma de gobierno. Eligió que nuestra vida sea negociable.
Hoy, las calles militarizadas no representan seguridad: representan permiso. Permiso para violentar. Permiso para aniquilar. Permiso para decidir quién respira y quién no. Y mientras el Estado mire hacia otro lado, mientras las autoridades justifiquen lo injustificable, mientras la muerte se acumule en los territorios empobrecidos, militarizar las calles seguirá siendo la forma más brutal de legitimar la muerte.
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