En Ecuador, la palabra “seguridad” se ha convertido en un argumento absoluto. Se invoca para justificar medidas, aprobar leyes y endurecer la frontera entre “nosotros” y “ellos”, los “buenos” y los “malos”. La reciente reforma a la Ley Orgánica de Movilidad Humana, aprobada el 22 de octubre, refleja ese discurso: una ley que, en apariencia, protege al país, pero en realidad construye al extranjero como sospechoso por defecto y establece mecanismos que facilitan la exclusión y la expulsión sin criterios claros. 

Entre las medidas más polémicas está la facultad del Estado de considerar a cualquier persona como una amenaza a la seguridad pública o nacional, y en función de esa evaluación decidir deportaciones aceleradas o revocar estatus migratorio y de refugiado. En teoría, estas acciones buscan “proteger al país”; en la práctica, se institucionaliza la sospecha y permiten decisiones arbitrarias, dejando a las personas en una situación de vulnerabilidad frente al aparataje estatal. Casos, como los periodistas Alondra Santiago y Bernat Lautaro, muestran cómo esta presunción de amenaza puede aplicarse de manera inmediata, afectando derechos fundamentales y demostrando la discrecionalidad con la que se puede decidir quién puede estar en el país y quien no.

La reforma amplía además el período de prohibición de reingreso hasta por cuarenta años para quienes sean catalogados como amenazas y crea una visa de tránsito o “transeúnte”, destinada a impedir que Ecuador sea utilizado como país de paso irregular. También permite revocar el estatus de refugiado si la persona incurre en delitos graves o representa un riesgo real para la seguridad pública, siempre respetando el principio de no devolución. Sin embargo, la vaguedad del concepto de riesgo deja a las personas expuestas a la subjetividad con la que se lo construye desde el poder, convirtiendo la permanencia en el país en un privilegio condicional, sujeto a la interpretación del Estado.

Los cambios afectan además a quienes ya forman parte del país. Un residente permanente puede perder su estatus si permanece fuera de Ecuador por más de dos años, y los ecuatorianos retornados deberán demostrar una ausencia continua de dos años para acceder a beneficios, sin posibilidad de interrupciones ni visitas breves. La ley termina penalizando la movilidad misma: salir o regresar deja de ser un derecho y se convierte en un riesgo. Este tipo de normativas reconfigura la ciudadanía y la pertenencia, generando una sensación permanente de vigilancia y de vulnerabilidad frente al Estado.

No se legisla desde el miedo: se legisla desde la instrumentalización del mismo, usando la sospecha como herramienta para justificar controles y limitar derechos. Mientras el gobierno centra su atención en deportaciones y prohibiciones, la ciudadanía enfrenta un sistema de salud colapsado, una educación sin recursos ni condiciones mínimas, hambre y desigualdad en aumento, empleos precarios y ciudades que dejan vivir solo a quienes pueden sobrevivir a la precariedad y la violencia. En este contexto, la seguridad nacional se convierte en excusa para gobernar sobre la exclusión, y no hay garantías de protección para quienes realmente necesitan políticas públicas. Ecuador no puede hablar de seguridad mientras descuida la vida de su gente: exigir derechos, dignidad y acceso a oportunidades no es un ideal, sino una obligación inmediata para el Estado.

Samira Folleco