Cada 7 de abril, el mundo conmemora el Día Mundial de la Salud (DMS), conjuntamente con la fundación de la Organización Mundial de la Salud (OMS) en 1948. Este día nos invita a reflexionar sobre los grandes retos de salud pública a nivel global, pero también a mirar más de cerca la situación interna de cada país. En Ecuador, pensar en nuestro sistema de salud pública es sinónimo de ausencias: ausencia de insumos, de gestiones efectivas y, lo más alarmante, de respuestas. Cada día, el sistema se hunde más en una crisis generalizada que afecta a miles de personas. 

La falta crónica de medicamentos, la escasez de insumos médicos, las deudas impagas a proveedores y los convenios que nunca llegan a concretarse reflejan la magnitud de una desidia institucional que parece no tener fin. Este es un sistema de salud que, día tras día, se desmorona y se aleja más de lo que debería ser su misión: garantizar el derecho a la salud de todxs lxs ciudadanxs.

El sistema renal está al borde del colapso. La Asociación de Centros de Diálisis del Ecuador ha lanzado una alerta roja, advirtiendo que cerca de 24,000 personas están en riesgo debido a la deuda de más de 180 millones de dólares que el Ministerio de Salud Pública (MSP) y el Instituto Ecuatoriano de Seguridad Social (IESS) tienen con las clínicas de diálisis. Este déficit de fondos ha dejado a los pacientes sin los insumos vitales para su tratamiento, y sin embargo, las autoridades no parecen tener una respuesta efectiva. ¿Quién paga por esta negligencia? Las vidas humanas no merecen ser una estadística más de la indiferencia estatal.

La situación no mejora al mirar a los jóvenes. En febrero de 2024, solo 850,558 jóvenes de hasta 30 años estaban afiliados al IESS, lo que representa una alarmante disminución de más de 13,000 afiliados en pocos meses. ¿Por qué esta caída? Porque el trabajo formal, que otorga acceso a la seguridad social, es un lujo para los jóvenes ecuatorianos. A la falta de empleo se le suma la falta de oportunidades en un sistema que no les garantiza ni un futuro laboral ni acceso a una salud digna. Esto es solo una muestra más de que el sistema está fallando, y de que quienes deberían ser los beneficiarios del sistema de salud pública se ven cada vez más marginados.

Y no solo los jóvenes sufren este colapso. Los adultos y adultos mayores también están atrapados en un sistema que no responde. La atención médica se ha convertido en una utopía, y los pacientes deben esperar semanas o meses para conseguir una consulta con un médico general o especialista. Este no es un simple inconveniente, sino una cuestión de vida o muerte. ¿Es esta la salud pública que merecemos? ¿Es este el país que queremos construir para nuestras generaciones futuras?

Pero lo que es aún más desconcertante es la inacción ante situaciones de emergencia. Un claro ejemplo de esto fue el desastre causado por la rotura de una parte del Sistema de Oleoducto Transecuatoriano (SOTE) el 13 de marzo. El desastre provocó la contaminación de fuentes de agua y un fuerte riesgo de enfermedades transmisibles en la zona. Sin embargo, la respuesta del Ministerio de Salud fue simplemente enviar kits de emergencia. No hubo una presencia activa ni una estrategia de gestión para mitigar la crisis de salud que se avecinaba. ¿Qué clase de respuesta es esta ante una emergencia sanitaria?

Y así llegamos al 7 de abril, Día Mundial de la Salud. Este día, establecido para reflexionar sobre los grandes retos de la salud pública a nivel mundial, nos obliga a mirar nuestra propia realidad con urgencia. En Ecuador, su conmemoración en sí misma debería ser un llamado a la reflexión, sobre la necesidad urgente de reconstruir un sistema de salud que funcione para todos. La salud pública no puede, ni debe, ser un privilegio. Es un derecho fundamental que debe estar al alcance de todxs lxs ecuatorianxs, sin excepciones. ¿Quién responderá por esta crisis? ¿Hasta cuándo seguiremos siendo rehenes de un sistema que, más que cuidar vidas, las pone en riesgo?