En Ecuador ya no hace falta cruzar fronteras para convertirse en refugiado. Basta con vivir en ciertos barrios, basta con nacer en ciertas provincias, basta con no tener a nadie que te proteja. Hoy, miles de personas huyen sin salir del país. Escapan de una guerra que no se reconoce como tal, pero que se siente en cada calle dominada por las armas, en cada barrio donde la ley dejó de existir.
Guayaquil es el epicentro visible. En Socio Vivienda, al menos 250 personas han sido desplazadas durante los últimos meses, según el Comité Permanente de Derechos Humanos. Pero la cifra real es mucho mayor. Quienes aún viven allí calculan que más del 70% de las 2.500 familias que alguna vez habitaron el barrio ya se han ido. No se mudaron: huyeron. Se fueron después de masacres, amenazas, extorsiones y asesinatos que han convertido ese sector en un territorio de nadie.
Lo que ocurre en Socio Vivienda no es un caso aislado. En Esmeraldas, hace años que el abandono estatal dejó campo libre al crimen organizado. En barrios enteros, las noches se llenan de balaceras y el silencio de las autoridades es tan ensordecedor como el ruido de las armas. Familias afrodescendientes, históricamente marginadas, son hoy doblemente golpeadas: por una violencia sin freno y por un Estado que solo aparece con fuerza para militarizar, no para reparar.
Enero de 2025 fue uno de los meses más violentos en la historia reciente del Ecuador. Masacres, atentados, estados de excepción y el terror extendido en ciudades como Durán, Quevedo, Guayaquil y Esmeraldas dejaron claro que ya no hay territorio que pueda considerarse seguro. Las balas, las extorsiones y los desplazamientos no son colaterales: son el centro de una crisis que tiene responsables, que tiene causas estructurales y que no puede seguir explicándose con el lenguaje de la sorpresa.
Cerramos el 2024 con más de 101.000 personas desplazadas internamente por violencia, según el Observatorio de Movilidad Humana. De esas, casi 49.000 seguían sin poder regresar a sus hogares al terminar el año. Ecuador aparece ahora entre los países con más desplazados internos en la región. Pero aquí no hay planes de acogida, no hay estructuras de protección, no hay voluntad política. Hay silencio. Hay miedo. Y hay impunidad.
A nivel mundial, más de 122 millones de personas viven hoy en situación de desplazamiento forzado, según el último informe de la Agencia de la ONU para Refugiados (ACNUR). Guerras, desastres climáticos, persecuciones y violencia estructural hacen que millones abandonen sus países, sus comunidades, sus vidas. Pero incluso en esa cifra inmensa, lo que ocurre en Ecuador duele distinto, porque ocurre aquí, frente a nuestros ojos, en nuestras calles. Y porque ocurre sin que nadie diga su nombre.
El 20 de junio se conmemora el Día Mundial de las Personas Refugiadas y Desplazadas. Pero en Ecuador, más que conmemorar, toca nombrar, denunciar, visibilizar. La condición de refugiado ya no se limita al que cruza una frontera. En un mundo donde reina la hostilidad y la violencia, somos eternos refugiados. No importa dónde estemos, siempre estamos huyendo de algo: de la violencia, del olvido, de la indiferencia. Y mientras no enfrentemos esa verdad, mientras no devolvamos a las personas desplazadas su dignidad y su derecho a pertenecer, el miedo seguirá siendo el único lugar donde muchos puedan habitar.
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