Oscar Cortez fue disparado por las Fuerzas Armadas en Minas Viejas, en el cantón San Lorenzo, al norte de Esmeraldas, el 23 de noviembre de 2025. Eso lo sabemos no porque narrativas oficiales lo haya difundido, sino porque la comunidad lo registró: porque alguien encendió una cámara, porque alguien gritó, porque alguien tuvo el valor de acercarse a un hombre desangrándose mientras él mismo señalaba quién lo hirió. El impacto de bala lo recibió en el abdomen mientras los militares disparaban durante un “operativo”.Un día después del suceso, perdió la vida.
La noticia circuló tarde y distorsionada: “presunto disparo militar”, “supuesta ejecución extrajudicial”. Como si la verdad, grabada, visible, sangrante, no fuera suficiente. Como si Esmeraldas fuera un territorio donde hasta la evidencia necesita permiso para ser verdad. Como si nuestra palabra, nuestra mirada y nuestro duelo valieran menos.No es justo que la comunidad tenga que grabarlo todo para que la muerte sea creíble. No es justo que quienes viven aquí tengan que ser periodistas, peritos, defensores, testigos forzados solo para que el país se atreva a mirar lo que pasa.
Nombrar es un acto político. Decir ejecución extrajudicial es señalar que hay responsables, que el Estado está implicado y que la violencia no es un accidente, sino una decisión. Llamarlo por su nombre es reconocer que no fue un exceso, ni un error, ni un malentendido: fue la acción deliberada de agentes que, amparados por la autoridad, ejercieron fuerza letal fuera de los límites de la ley. Por eso lo ocurrido con Josué, Ismael, Saúl y Steven en Guayaquil el año pasado debía ser nombrado así: ejecución extrajudicial. Porque fue una barbarie con rostro institucional, con uniforme y cadena de mando.
Durante los 31 días de resistencia vimos a las Fuerzas Armadas apuntar al cuerpo sin titubeos frente a la dignidad que defendieron nuestros compañeros en Otavalo. Cuando asesinaron a Efraín Fuerez, José Guamán y Rosita Elena Paqui, supimos identificar con claridad a los responsables. ¿Por qué, entonces, cuando se trata de Esmeraldas cuesta tanto decirlo con la misma firmeza? ¿Por qué aquí la verdad se vuelve “presunta”? ¿Por qué nuestros muertos deben probarse más que los demás?
En diciembre de 2023, mataron a Sara Murillo, de 35 años, madre de seis hijos, en el barrio Palmar 1, en las riberas del río Esmeraldas. Estaba en una novena cuando un proyectil de dotación militar atravesó su cuerpo durante una persecución armada. Los moradores lo dijeron. Lo repitieron. Pero las autoridades volvieron a vestirse de duda: “bala perdida”, “confusión”, “supuesto intercambio de disparos”. La verdad quedó sostenida solo por la comunidad, por ese registro oral que parece nunca bastar.¿Cómo se les explica a seis niños que su madre murió por un “supuesto”? ¿Cómo se les dice que su vida depende de quién lo grabe, de quién esté con un celular en la mano, porque si no la muerte será tratada como rumor. La guerra interna —declarada oficialmente el 8 de enero de 2024 por el gobierno— solo legalizó una práctica que en Esmeraldas ya era cotidiana: control militar, violencia como norma, silencio como política. Lo confirman las cifras: torturas que se cuadruplicaron, ejecuciones extrajudiciales que crecieron, extralimitaciones que se dispararon. Nada de eso ocurrió por azar. La gente ya lo vivía, ya lo grababa, ya lo gritaba.
Apenas un mes después de lo ocurrido con Sara, el 9 de enero de 2024, el inicio de un patrón tomó forma con una brutalidad imposible de ocultar.Ese día, militares irrumpieron violentamente en una vivienda de Tachina, donde Edwin Eduardo Pata Cheme estaba con su bebé de ocho meses. Lo detuvieron junto a sus familiares Carlos Rentería Cheme y Ángel Ortiz Cheme. Testigos relatan que fueron golpeados, torturados con descargas eléctricas, gases, agua y objetos cortopunzantes, bajo el argumento de “buscar placas”, como llaman a los tatuajes supuestamente ligados a bandas. Un video —registrado por la comunidad y entregado al Comité Permanente para los Derechos Humanos de Guayaquil— muestra a militares golpeando a los detenidos afuera de la casa. La madre de Ángel intentó intervenir y también fue agredida. A Edwin, Carlos y Ángel los subieron a un camión de la Armada junto con dos vecinos: Jhonier Perlaza García y Eduardo García Bone. Horas después, Carlos logró comunicarse: habían sido arrojados desde el puente de Tachina. Él y Eduardo sobrevivieron. Los cuerpos de Ángel y Jhonier aparecieron en el mar el 11 y 14 de enero, respectivamente. Edwin, hasta hoy, sigue desaparecido. El conflicto interno solo oficializó lo que ya se estaba practicando.
Durante ese mismo primer mes de guerra, desaparecieron también Fardi Muñoz y Bruno Rodríguez. Salieron a una tienda y no regresaron. Existe un video que muestra el momento exacto en que militares los interceptan; esa grabación es la única prueba que tienen sus familias. Los han buscado en prisiones, cementerios y hospitales de Esmeraldas. Sin rastro, sin versión oficial, sin avances de la Fiscalía. El silencio institucional es parte del crimen.
El 4 de abril de 2024, la violencia se repitió con la misma lógica. Cirilo Minotoa Nieves regresaba a Quinindé desde Esmeraldas y se detuvo en un taller mecánico en el Barrio Brasilia. Allí fue interceptado por militares que lo detuvieron junto a Jostin Ariel Simisterra Lastra y otro joven. Un video registra cómo los obligan a subir a un camión militar.Los dos jóvenes aparecieron golpeados y abandonados en distintos puntos: uno en la vía a Santo Domingo y otro en el Mirador, cerca de Quinindé.Cirilo no volvió.Jostin explica que, Cirilo estaba amordazado cuando lo vio por última vez, aún bajo custodia militar. La familia presentó una denuncia por desaparición involuntaria, pero ni la Fiscalía ni la Defensoría del Pueblo han dado respuestas.
El 10 de julio de 2024. Nevil Mina Quiñonez de 18 años y Ariel Cheme Franco de 19 desaparecieron tras un operativo militar en el barrio San Pedro, cerca de una cancha de fútbol. Días después fueron encontrados incinerados en el cantón Rioverde, a 40 kilómetros del sitio de la detención. Quemados. Irreconocibles. Esa escena es idéntica a la de los cuatro de Las Malvinas. La misma lógica. El mismo método. La misma saña. No es casual: es un patrón.
Antes del decreto de conflicto armado interno, ya mataban aquí. Ya desaparecían aquí. Ya nos dejaban gritar solos. Hay una saña con Esmeraldas. Una saña racial, territorial, histórica. El Estado se permitió hacer aquí lo que jamás aceptaría que ocurriera en otras provincias.Por eso es necesario nombrar culpables, aunque otros prefieran esconderlos bajo palabras tibias. Decir “presunto” no borra los videos. Decir “supuesto” no borra el dolor. El silencio solo protege a quienes dispararon, a quienes desaparecieron, a quienes quemaron cuerpos, a quienes ordenaron.Porque hay algo que une todos estos casos, desde Sara hasta Edwin, Fardi, Bruno, Cirilo, Nevil y Ariel: quedaron registrados por la comunidad, existen en videos que muestran lo que pasó.La sociedad esmeraldeña tuvo que grabar su propia verdad para que no se la borraran. Esmeraldas no es tierra de sacrificio porque su gente lo acepte. Es tierra de sacrificio porque otros han decidido sacrificarla para sostener la mentira de que aquí la muerte es normal. Pero no lo es. Nada de esto lo es.
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