Las calles volvieron a ser escenario de resistencia. Diversos sectores populares, organizaciones sociales y comunitarias, feministas, ambientalistas y colectivos de base se movilizaron en una jornada que, más allá de la protesta, se vivió como una puesta en común de esperanza. Una esperanza que brota de la digna rabia de quienes cuestionan el modelo de gobernanza actual y su cercanía con las agendas más conservadoras de la región.

Ecuador transita días marcados por la crueldad de las cifras. Al cierre del primer semestre de 2025, se han registrado 4.069 personas asesinadas. Entre el 1 de enero y el 7 de agosto, se reportaron 624 muertes de neonatos en la red de salud pública, y hasta junio se han contabilizan 4,98 millones de personas empobrecidas. El listado estadístico podría continuar, pero da igual, porque nos seguiríamos encontrando con lo mismo: más dolor, más violencia, más desigualdad y más retrocesos en materia de derechos. La política gubernamental, alineada con los intereses de las élites y la derecha, ha relegado de la agenda pública lo más esencial: la vida digna de sus ciudadanos y ciudadanas. Pero aquí surge una pregunta clave: ¿de qué ciudadanía hablamos?, ¿quiénes son escuchados y quiénes siguen siendo marginados?

La movilización interpeló la fragilidad de la blanquitud, ese sistema que se viste de neutralidad y progreso, pero que en la práctica opera como un mecanismo de exclusión y precarización. La blanquitud en el poder establece quién merece vivir y quién puede ser desechado en territorios empobrecidos, trazando una geografía de muerte donde las comunidades racializadas son las más golpeadas.
No se trata solo de un debate político. Las calles reclamaron también una reflexión sobre las dimensiones económicas, de clase y de raza que atraviesan el presente. Mientras para unos pensar y organizarse políticamente se convierte en un derecho asumido, para otros la prioridad es sobrevivir al día a día en medio de un sistema que asfixia con medidas neoliberales y normaliza la violencia estructural.
Los movimientos sociales, desde abajo, vuelven a recordarnos que la democracia no puede construirse sin ellos. La pregunta que queda abierta es si los espacios de poder están dispuestos a escuchar y transformar, o si seguirán reforzando una gobernanza que olvida a las mayorías y profundiza las desigualdades.

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