Ha pasado exactamente un mes desde la rotura del Sistema de Oleoducto Transecuatoriano en Esmeraldas. Durante unos días, el discurso mediático puso los ojos —por fin— en una provincia históricamente olvidada. El S.O.S Esmeraldas ocupó titulares, generó atención, hizo ruido. Pero bastaron unas semanas para que el interés se apagara. El derrame dejó de ser noticia, y con él, también desapareció Esmeraldas del radar.

Mientras tanto, la violencia en el territorio no ha dado tregua. En apenas cuatro días —del 14 al 17 de abril— Esmeraldas fue escenario de femicidios, atentados armados, asesinatos y amenazas que mantienen a la población en un estado de angustia permanente. Cada hecho, por sí solo, es alarmante; juntos, componen una realidad insoportable. Sin embargo, fuera de sus fronteras, todo parece seguir igual. El interés se desvaneció tan rápido como llegó. Esmeraldas sigue en emergencia, pero como es costumbre, ya nadie mira.

Fuera de la provincia, poco se sabe. Y lo que no cuentan los medios ni reconoce el Estado, lo cuentan quienes habitan este territorio cansado de resistir. Porque Esmeraldas no solo ha sido empujada al olvido, sino que ha tenido que convertirse en su propia voz, en su propia prensa, en su propio testimonio. Son sus habitantes quienes registran, nombran y exigen justicia, en medio de una narrativa oficial que calla. Son ellos y ellas quienes, desde el duelo, la dignidad y la resistencia, sostienen la memoria colectiva de un lugar al que parece que a nadie le importa.

El 14 de abril fue asesinada Annie Mosquera Cortez, reconocida lideresa comunitaria del cantón Atacames. El ataque ocurrió mientras se encontraba en un bar, en presencia de su hijo pequeño. Su muerte no solo representa una pérdida irreparable para los procesos sociales del territorio, sino que también refleja cómo los cuerpos feminizados —y particularmente los cuerpos de mujeres negras— siguen siendo los más expuestos, más vulnerables, más silenciados, en contextos donde la violencia estructural y el crimen organizado conviven con la negligencia estatal.

Al día siguiente, el 15 de abril, dos hombres resultaron heridos tras un ataque armado en pleno centro de Esmeraldas, entre las calles Pedro Vicente Maldonado y Juan Montalvo. El 16 de abril, dos jóvenes adultos fueron asesinados en distintos puntos del sector Isla Piedad, con apenas horas de diferencia. Ese mismo día, un joven fue abatido en el sector Los Areneros, su cuerpo quedó tendido en la calle mientras los atacantes escapaban. Más tarde, se registró otro atentado: disparos impactaron las instalaciones del Cuerpo de Bomberos en la parroquia Tabiazo. Aunque no hubo víctimas, la preocupación crece: una semana antes ya se había lanzado un explosivo contra la estación de San Rafael. El 17 de abril, en el barrio El Rosario del cantón Atacames, un nuevo ataque armado dejó al menos tres personas heridas. El número total de víctimas aún no se ha confirmado.

Cada hecho podría haber sido titular. Pero ninguno lo fue. Ninguno generó cobertura sostenida, ni respuestas estatales contundentes. Porque Esmeraldas, aunque grita, aunque sangra, aunque pierde, ya no le importa a nadie.

Y mientras tanto, la provincia continúa sin garantías, sin inversión, sin protección. Como si la criminalidad fuera una excusa útil para seguir negando lo básico. Como si el abandono fuera parte de una política funcional. Como si la indiferencia fuera otra forma de violencia, más silenciosa, pero igual de letal. Una política antinegra que se hereda, se disfraza, pero no se desmonta.

Samira Folleco