En los transfeminicidios no solo duele el crimen. Duele también cómo se cuenta. Cómo se repite. Cómo se expone. La deshumanización está en el acto, pero también en la forma en que se relata la violencia que atraviesan las cuerpas trans: sin respeto, sin cuidado, sin contexto.
En el caso de Sara Millerey, no solo fue asesinada brutalmente. Fue grabada en agonía. El video se viralizó en redes sociales antes de que cualquier medio tradicional hiciera un intento de investigar o denunciar. Quienes pudieron ayudarla, no lo hicieron. Optaron por registrar su dolor. Esa exposición, lejos de generar empatía, solo profundizó la revictimización. Convertida en morbo, en contenido, en espectáculo.
Los medios siguen usando nombres que no respetan su identidad, imágenes que violan su dignidad y relatos que minimizan la saña con la que fueron asesinadas. Esta forma de contar también es violencia. También mata. También silencia.
Y no es un hecho aislado. En 2018, en la provincia de Cotopaxi, Ecuador, ocurrió algo similar. Una mujer trans fue brutalmente agredida por un grupo de al menos cinco personas en la ciudad de Latacunga. El ataque fue registrado en video y difundido ampliamente. En las imágenes se observa cómo es apedreada, arrastrada y golpeada. Ante la crudeza de las imágenes, muches pensaron que había muerto.
La comunidad trans lo denunció como un intento de asesinato, pero la Policía —lejos de actuar con sensibilidad o urgencia— negó que se tratara de una agresión. Alegaron que fue simplemente una “alteración del orden público” ya resuelta. No hubo detenidos. No hubo protección. No hubo justicia. Lo que sí hubo fue una profunda indolencia institucional y una deslegitimación sistemática del testimonio de la comunidad trans, a quienes se intentó silenciar acusándoles de difundir noticias falsas.
Este patrón se repite en Ecuador, en Colombia y en toda Latinoamérica: las víctimas son agredidas, ignoradas por las autoridades, y luego expuestas sin ningún tipo de resguardo ético. El horror se convierte en contenido viral. Las imágenes circulan sin consentimiento. El dolor se transforma en espectáculo. Y la respuesta oficial, cuando llega, es la negación, el desprestigio o el silencio.
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